Recuerdo que en primero de carrera -qué fructífero fue ese año- nuestra profesora de Movimientos Literarios empezó su primera clase preguntándonos cuántos éramos feministas. De casi ochenta alumnos, sólo seis levantaron la mano. Yo no fui nadie de los seis. Claro que me consideraba feminista, pero no tenía mucha idea de lo que significaba, como no la tiene nadie que no haya estudiado aunque sea unas líneas de teoría feminista -o nadie que no nos haya oído hablar.
Resulta que el feminismo es la lucha por la igualdad entre el hombre y la mujer. Los que nos ven como frustrados por un machismo que "ya no existe" -y un huevo- nos consideran luchadores por una supremacía de la mujer sobre el hombre, como una oposición al machismo. Señoritos, eso es hembrismo. No dudo que el término "feminismo" suponga algunos problemas puramente morfológicos, pero la realidad es ésta. Por tanto, y si hemos leído bien, todo hombre y mujer en democracia debería ser inherentemente feminista, porque todos queremos la igualdad, ¿verdad?
No dudo que todos la queramos, el problema está en identificar las desigualdades. Cuando ya hemos identificado las desigualdades obvias, nos hemos relajado. Todos. Luchamos contra la violencia machista, pero no vemos las mil muestras de machismo que existen a nuestro alrededor cada día. Desde la publicidad, hasta el doble esfuerzo que las mujeres tenemos que hacer en nuestro día a día para demostrar que valemos tanto como cualquiera en nuestra diferencia. Que sabemos conducir y dirigir países, no como un hombre, porque el feminismo no es igualarnos al sexo opuesto, sino como personas, todos y todas, somos iguales, en derechos, y en deberes.
Una vez aclarado esto, voy a la cuestión de fondo.
"En la estela de estos planteamientos, la crítica feminista no tardó en descubrir en el amor romántico una de las estratagemas más sibilinas y eficaces de la cultura patriarcal para doblegar a las mujeres y consolidar relaciones asimétricas. Alimentar ese ensueño distorsionador sirve para que la mujeres asuman como un destino deseable la renuncia personal, la entrega total y apasionada, la sumisión absoluta a su príncipe idealizado. Aunque pudiera pensarse que con sus fogosidades y arrebatos el amor romántico implica y complica por igual a hombres y mujeres, la critica feminista denuncia que más allá de las retóricas dolientes masculinas lo que en realidad se exalta es la propiedad y dominio del varón sobre la mujer, representada insistentemente como un ser incompleto, frágil y necesitado de protección. Basta con realizar una rápida revisión de los contenidos románticos de los cuentos infantiles, las canciones, las revistas, las películas o las series de televisión para constatar cómo vinculan la plenitud de la mujer al anhelo de entrega y sometimiento al amado, al deseo de resultarle siempre atractiva, a la disposición permanente a satisfacer sus deseos. El ideal romántico, además, hace depender el éxito de la relación de que la mujer abrace decididamente este esquema escandalosamente asimétrico, asumiendo los sacrificios y renuncias que hagan falta. El cuidado de la relación aparece así como un deber de las mujeres y la responsabilidad del posible fracaso de la relación siempre es de ellas."
La primera de muchas desigualdades muy asumidas y toleradas en nuestra sociedad, la primera que adoptamos desde que nacemos y nos condiciona sin saberlo, porque nadie detecta su machismo intrínseco, es el amor romántico. Crecemos en igualdad, nos mezclamos en los colegios y tenemos, más o menos, las mismas oportunidades para estudiar y formarnos. Pero desde pequeños, y sin darnos cuenta, somos educados de manera muy diferente. A todos nos enseñan el respeto, la necesidad de trabajar para conseguir el pan de cada día. Pero además, a nosotras nos enseñan a amar. Y más allá, nos enseñan a esperar al caballo blanco y su príncipe azul montado en él para que nos despierte con su beso. Nos enseñan desde pequeñas a que no estemos completas hasta encontrar al amor de nuestras vidas, el hombre de nuestros sueños. Y en eso, a los hombres no se les educa. Por eso, en nuestros sueños siempre aparece la disyuntiva indecente entre el amor y la familia, o el sueño, digamos, profesional.
Las películas, las series, los cuentos infantiles, están llenos de ejemplos. A los hombres se les plantean otras metas, terminar con una guerra, ser agente de la CIA, superhéroe o presidente del gobierno. No es que ésas metas no se nos planteen también a nosotras -siempre en menor medida- sino que a los hombres la tarea de amar se les enseña minoritariamente y con un enfoque que representa sólo una meta más, "salvar a la princesa", no como algo fundamental, sino como uno más de los logros que consagran sus virtudes, la fuerza, el honor, el valor. Nuestra meta, casi única, no es salvar a nadie, sino ser salvadas, como sexo débil, frágil, incompleto. Incapaz de proezas que no tengan que ver exclusivamente con nuestro objetivo último, el amor.
Y aunque nosotros lo aprendamos ahora, siempre habrá un resquicio de machismo que no identificaremos, a mí me sucede aún. Y si no cambiamos toda esa cultura, los niños del mañana seguirán siendo superhéroes, y las niñas, Blancanieves.